ATOM-V en el Teatro Municipal de Viña del Mar: Entre la delicadeza y la densidad, un lenguaje propio

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Por Bruno Corbari

La misión era clara en el papel, pero difusa en mi ánimo: cubrir la presentación de SAIKO en el Teatro Municipal de Viña del Mar, especialmente a los teloneros, que fueron quienes nos dieron la acreditación, me refiero a : «ATOM-V «, una  banda de la misma provincia que yo, de la que nunca había escuchado ni el nombre ni una sola canción. Qué curioso —me dije—, tantas veces creemos conocer el mapa de lo cercano y de pronto se abre un territorio nuevo justo al lado de nuestra casa.

Había hablado con Feña, el baterista, unos días antes. Fue él quien me escribió, quien me habló con esa pasión desbordada que solo tienen quienes creen de verdad en lo que hacen. Conversamos sobre música, sobre cine, sobre influencias, sobre conceptos. Me envió un dossier elegante, perfectamente diseñado. Yo hojeé ese archivo con cierta fascinación, pero decidí no darle play a ninguna canción. No por falta de tiempo, sino porque intuía que había algo en esa primera escucha que debía producirse en vivo, con el peso del teatro, con el eco de las paredes antiguas, con la tensión del público. Una especie de pacto conmigo mismo: dejarme sorprender, no llegar con un juicio formado.

La noche previa, mientras editaba un video, finalmente puse su música de fondo. Y ahí ocurrió, las canciones de ATOM-V produjeron ese  efecto en el que sientes que las haz escuchado antes,  son sonidos reconocibles que logran quedarse atascadas en la cabeza por un tiempo.

La voz de Amanda Espinoza —Mandi, como le dicen— se volvió entonces el centro de todo. No es una voz de alardes ni de pirotecnias, no busca la proeza técnica ni el virtuosismo vacío. Es una voz que se abre como un río calmo, que se insinúa más que imponerse, que transmite cercanía antes que distancia. Cantando en inglés, no suena lejana, sino más bien íntima. Yo sé que hay un debate eterno sobre si ciertas músicas funcionan mejor en un idioma u otro, pero esa noche, cuando la escuché, me pareció irrelevante: la lengua era la música misma. No había barrera, no había traducción posible, porque lo que se transmitía no estaba en las palabras sino en la emoción.

Lo cierto es que ATOM-V no sonaba como una banda novel ni como un proyecto en busca de identidad. Su música parecía tejida en capas, como si cada tema fuera la escena de una película que todavía no ha sido filmada. Las atmósferas recordaban la melancolía de Radiohead, la densidad envolvente de Deftones, los paisajes psicodélicos de Tame Impala, el pulso elegante y oscuro de Massive Attack. Y, sin embargo, no había nada de copia ni de imitación: lo que hacían era tomar esas referencias para construir un lenguaje propio, reconocible y personal. Algo íntimo y universal a la vez.

La tarde siguiente, mientras cruzaba las puertas del Teatro Municipal, la expectativa me mordía la nuca. Afuera, el ambiente era el habitual de los conciertos: vendedores de poleras, grupos de amigos adivinando el repertorio que vendría, fotógrafos buscando imágenes que pudieran condensar la ansiedad colectiva. Adentro, en cambio, el aire tenía otro peso. El teatro imponía su solemnidad, y en esa solemnidad se mezclaba la impaciencia de los seguidores de Saiko con la curiosidad discreta de quienes no sabían muy bien qué esperar del telonero.

ATOM-V subió al escenario con sobriedad, sin fuegos artificiales ni estridencias. Lo suyo era un montaje casi ritual. Cada integrante parecía encerrado en su propia cápsula sonora: Franck Castro en los sintetizadores, dibujando horizontes atmosféricos que servían de colchón para todo lo demás; Feña Acevedo en la batería y los pads, un motor rítmico que pulsaba como un corazón colectivo; Sergio Romero al bajo, orgánico y eléctrico, sosteniendo el equilibrio entre lo terrenal y lo etéreo; y al centro, Mandi, con esa voz que oscilaba entre la confesión íntima y la declaración pública.

Un austero juego de luces acompañaba con precisión. Nada de saturaciones ni de artificios gratuitos. Las lámparas parecían pintar cuadros sonoros, iluminando apenas lo necesario, siguiendo el pulso de la música. El efecto era hipnótico: uno podía cerrar los ojos y aun así sentir la presencia del color, como si la luz misma se hubiera vuelto parte del sonido.

Lo más sorprendente no estaba en el escenario, sino en el público. Acostumbrado a que los teloneros sufran el murmullo de la sala, la impaciencia de quienes esperan al acto principal, me encontré con un silencio respetuoso, con una atención inusual. Nadie saltaba, nadie gritaba. Muchos permanecían con los ojos cerrados, entregados a esa experiencia como si se tratara de una meditación colectiva. Lo que ATOM-V proponía no era un espectáculo en el sentido tradicional, sino un espacio sensorial. Habían logrado transformar la ansiedad previa en una pausa, en un refugio dentro del ruido del mundo.

Su set duró apenas veinte minutos, pero fueron suficientes para construir un universo completo. Al terminar, tuve la sensación de haber asistido a un prólogo que contenía en sí mismo una historia cerrada. Saiko vendría después, con su propia épica, con sus recuerdos compartidos. Pero la semilla de la noche ya había germinado en esos minutos iniciales.

Con “Waves”, su último lanzamiento, resonando en mis audífonos entiendo mejor lo que había pasado: ATOM-V no busca el golpe inmediato, busca la resonancia. Su música no se impone como una bofetada, sino que vibra, se queda flotando, vuelve en los días siguientes como una especie de eco emocional. Uno escucha sus canciones y es como entrar en una película invisible, en un recuerdo que todavía no ha ocurrido pero que ya tiene la forma de la nostalgia.

Pienso ahora que pocas veces una banda emergente, under, me había sorprendido últimamente. ATOM-V tiene ese raro equilibrio entre profesionalismo y frescura, entre claridad conceptual y riesgo creativo. No sé si su destino será llenar estadios ni si ellos mismos persiguen ese camino. Lo que sé es que tienen la capacidad de conectar con un público de un modo distinto, más profundo, más íntimo. Sus canciones no buscan el ruido, buscan abrir un espacio en la memoria.

Esa noche en el Teatro Municipal de Viña, mientras el eco de sus notas aún flotaba sobre el terciopelo de las butacas, comprendí que no había ido a cubrir simplemente un concierto. Había asistido al nacimiento de una certeza: que la música, cuando es honesta y está bien construida, no necesita décadas de trayectoria para conmover. ATOM-V me enseñó que incluso en lo conocido —la ciudad, el teatro, el ritual de un show— siempre puede abrirse un territorio nuevo. Y que, a veces, ese territorio se revela con la suavidad de una voz que no pretende ser virtuosa, sino simplemente verdadera.

Para finalizar les dejo un ranking de  las 5 canciones esenciales para entender ATOM-V:

1. “Giants” se levanta con una intensidad hipnótica, construyendo un oleaje sonoro que atrapa y recuerda a los momentos más eléctricos de Radiohead.

2. “Priestess” se desliza con elegancia oscura, con resonancias electrónicas y ecos de Massive Attack.

3. “Glow” es pura delicadeza, una canción nacida desde la espontaneidad, con una voz grabada en una sola toma que transmite fragilidad y belleza al mismo tiempo.

4. “Stillness” baja las pulsaciones, ofreciendo un cierre profundo y enigmático, casi como un fundido a negro en el cine.

5. “Lights Out” combina melancolía y fuerza contenida, como una escena larga y silenciosa que de pronto estalla en emoción.